¿Por qué ser la “niña buena” te está alejando del amor
Quiero empezar por decirte algo importante: no hay nada malo en ti. Te conozco, conozco la calidad de mujer que eres y todo lo lindo que puedes traer a una relación de pareja. Lo que sí siento —y te lo digo con cariño— es que no te la crees del todo. No terminas de creerte la mujer maravillosa que eres ni la dimensión real de lo que tienes para dar y aportar.
Y sé que cuando te digo esto se te arma un pequeño corto circuito interno, porque tú piensas: claro que sé que soy una gran mujer. Y sí, racionalmente lo sabes.
Pero aquí está el punto.
Sabes que eres una gran mujer, pero no actúas como una.
Estás confundiendo ser una gran mujer y ser la “niña buena”
Según mi interpretación —y a riesgo de equivocarme— esto pasa porque estás convencida de que parte de ser una gran mujer es, sobre todo, ser una “niña buena”.
Y esa “niña buena” se ve más o menos así:
Siempre confías en la palabra de los demás.
Siempre esperas lo mejor de los demás.
Siempre crees en las buenas intenciones de los otros.
Siempre entiendes los dolores ajenos y por qué eso los lleva a comportarse como se comportan.
Nunca quieres hacerle daño a nadie.
Nunca quieres herir los sentimientos de otra persona.
Dicho así, parecería casi desalmado de mi parte decirte que precisamente esto es lo que hoy te está impidiendo materializar una relación de pareja de alta consciencia.
Porque lo primero que se entiende es que yo te estoy diciendo que:
Desconfíes de todo el mundo.
Esperes lo peor.
Sospeches de todas las intenciones.
Dejes de ser empática.
Le hagas daño a los demás.
Hieras sentimientos sin culpa.
Y no. No va por ahí.
Cuando la bondad se va al extremo
Lo que está “mal” de esta niña buena es que está llevada a un extremo. Y todo, absolutamente todo, cuando se lleva al extremo, se vuelve nocivo.
Te encanta ser esa mujer pulcra, limpia, blanca, casi virginal, que no mata ni una mosca. Estás tan enamorada de esa versión tuya que, sin darte cuenta, terminaste metida en una relación tóxica contigo misma.
La perfección aleja
Cuando alguien parece demasiado perfecto, es muy difícil darle la talla.
Imagina esto: tú eres esta mujer correcta, buena, impecable, y conoces a un hombre lleno de defectos, consciente de su imperfección. ¿Qué pasa ahí? A nivel inconsciente, ese hombre siente que no hay nada que pueda hacer para estar a tu altura.
Eres una mujer inmaculada. Perfecta para admirar, para poner en un pedestal… y seguro que ahí estás.
Te apuesto lo que quieras a que muchos hombres te stalkean en redes, te admiran, te desean, incluso te lo han dicho. Y tú te preguntas por qué, si tanto te admiran, ninguno se atreve a estar contigo.
Mi respuesta es simple: porque eres como esa escultura de porcelana en la casa de la abuela. Todos quieren tocarla, jugar, acercarse… pero apenas lo intentan alguien pega un grito porque es delicada, porque es para mirar, no para usar.
Los hombres se mueren por estar contigo, pero eres tan perfecta e intocable que solo pueden observarte desde lejos.
Es una fachada que aprendiste a construir
Esta versión no es tan real como crees. Es un escudo. Una fachada.
Es un comportamiento aprendido, muchas veces resultado de una educación donde se mezclan una fuerte mirada religiosa con expectativas familiares muy altas: ser la niña buena, la niña correcta, la niña que se muestra.
Aprendiste desde pequeña que tenías que ser buena no solo para ser amada, sino para estar entrar al cielo. Para no decepcionar. Para no irte al infierno, literal o simbólicamente.
Así que tu sistema hizo lo que mejor sabe hacer: crear una personalidad que te garantizara amor y salvación espiritual.
El problema es que casi nunca garantiza ni lo uno ni lo otro.
Nunca eres lo suficientemente pura, correcta o impecable. Siempre falta algo más. Y muchas veces, ni siquiera para tus propios padres fue suficiente: críticas, comentarios, esa sensación constante de que te falta el centavo para el peso.
No pones límites reales
Otro efecto de esta bondad extrema es que no pones límites de verdad.
Creemos que poner límites es decirlos. Y sí, decirlos es un paso importante. Incluso sé que para ti eso ya fue un avance enorme.
Pero el límite no se pone cuando se comunica. El límite se pone cuando se sostiene.
Hoy todavía permites que las personas crucen tus límites. Te cuesta irte, alejarte o soltar cuando alguien no los respeta.
¿Por qué? Porque prefieres quedarte con lo bueno. Porque justificas los comportamientos injustificables del otro. Porque entiendes y comprendes sus dolores. Porque crees en su palabra. Porque confías en su buen corazón y en sus buenas intenciones.
Y como eso te hace sentir una buena persona, permites que esas personas sigan traspasando tus límites.
Con el tiempo, cuando el patrón se repite, culpas al otro por no comportarse como tú lo harías.
Te convences de que el otro es el “malo” porque:
No fue claro desde el principio.
No hizo lo que dijo que iba a hacer.
Te hizo daño.
Y no ves que sí está en tus manos decidir si permites o no que alguien siga tratándote de una manera que no te gusta. Y lo peor es que no me crees cuando te digo que ser firme, exigente y tener límites es lo que efectivamente atrae a una persona de alta consciencia.
¿Quieres cambiar tu historia en el amor? esta es mi invitación
Mi invitación hoy es que empieces a considerar que no está del todo bien ser siempre esa niña buena y perfecta.
Sé que solo leer esto ya te genera resistencia, porque tú quieres ser buena. Eso te enorgullece. Y ojo, no estoy diciendo que te conviertas en alguien cruel o indiferente.
La mayoría de las personas con buen corazón queremos hacer las cosas bien.
El problema es el concepto de bondad que estás usando.
Es una bondad hacia afuera, aparente, muchas veces falsa, y casi siempre a costa tuya. Una bondad con una agenda que esconde tu deseo de ser amada a toda costa, que no cree que será aceptada si es imperfecta, que sin querer crea escenarios idílicos que no existen y que te pone en un pedestal inalcanzable, porque efectivamente es tan utópico que por más que te esfuerzas no llegas.
Además, le concedes a los demás algo que rara vez te das a ti misma. Y déjame preguntarte algo con honestidad: ¿no dirías que una persona verdaderamente buena es alguien que no permite que se abuse de las personas bondadosas, alguien que se defiende y pone límites cuando detecta un trato injusto? Si tu respuesta es sí, entonces vale la pena preguntarte por qué contigo haces lo contrario, por qué permites que te hieran o que te traten como si valieras menos, cuando justamente tu bondad merecería protección, no sacrificio.
Porque cuando no te defiendes, cuando no te eliges y no pones límites reales, refuerzas internamente la idea de que tu bienestar es secundario. Sin darte cuenta, te acostumbras a ceder, a explicar, a aguantar, y terminas llamando “amor”, “empatía” o “comprensión” a dinámicas que en realidad te están desgastando.
Mientras sigues viviendo en la fantasía de que todos son buenos como tú, te haces daño, justificas lo injustificable y toleras lo que no deberías.
Y desde ahí atraes a personas que se aprovechan de tu bondad extrema —porque les conviene— y, paradójicamente, alejas a esos hombres que sí podrían valorar a la mujer maravillosa que eres, pero que buscan a alguien humana, imperfecta y real, no un estándar imposible de alcanzar.
Tal vez el trabajo no es volverte menos buena, sino empezar a ser buena contigo. Dejar de usar la bondad como excusa para no incomodar, para no irte, para no elegirte. Entender que poner límites no te vuelve dura ni egoísta, te vuelve honesta. Y que una relación de pareja de alta consciencia no se construye desde la perfección ni desde el sacrificio silencioso, sino desde la capacidad de sostenerte, de cuidarte y de mostrarte tal como eres: una mujer valiosa, sí, pero también humana, imperfecta y profundamente digna de amor.